Yo no siento que ganar Wimbledon me haya cambiado. De hecho siento como si me hubieran hecho partícipe de un sórdido secreto: ganar no cambia nada. Ahora que he ganado un Gran Slam, sé algo que a muy pocas personas se les permite saber: ni remotamente las victorias nos hacen sentir tan bien como mal nos hacen sentir las derrotas, y las buenas sensaciones apenas duran comparadas con las malas.
—Andre Agassi, «Open: una autobiografía».
Si la volatilidad no es más que una medida de cuánto se mueve el precio a lo largo del tiempo; ¿por qué en la industria de la inversión se consideran sinónimos volatilidad y riesgo?
Sorprendentemente, la verdadera razón apenas tiene que ver con el riesgo real de perder el capital: Es la respuesta emocional del inversor a la variabilidad de los resultados a lo largo del tiempo lo que ha convertido a la volatilidad en el condicionante de inversión más importante para la mayoría de inversores. El inversor de carne y hueso ni vive ni siente en los resultados del largo plazo de su inversión, sino en las curvas del camino hacia él. Y es que para muchos inversores el camino importa, y mucho.
El factor Kahneman-Tversky
Como nos cuenta Agassi, existe una asimetría fundamental en la percepción emocional de la variabilidad de rentabilidades a lo largo del tiempo.
Kahneman y Tversky recibieron el Premio Nobel de Economía en 2002 precisamente por identificar y medir (ya en 1973) que un mismo porcentaje de pérdida produce entre 2 y 3 veces más dolor que ese mismo porcentaje de ganancia. (Michael Lewis —el mismo que escribió La Gran Apuesta— cuenta su historia en su último libro «Deshaciendo errores»).
Es decir, para experimentar una satisfacción que equipare el sufrimiento emocional de perder un -3%, habría que ganar alrededor de un 7.5%.
Dicho factor varía de unos inversores a otros (ver «Apunte cultural» abajo*). Todos tenemos nuestro «perfil de riesgo» o «curva de asimetría personal» que define nuestro factor Kahneman-Tversy (KT) personal, y es imprescindible que lo conozcamos antes de decantarnos por cualquier producto o estrategia de inversión.
Elegir una estrategia o producto que no se ajuste a nuestro factor será asegurarnos de que nuestra inversión va a terminar mal: En cuanto nos topemos con las primeras pérdidas en el camino (algo inevitable debido a la propia variabilidad de los precios a lo largo del tiempo), si están fuera del rango de nuestro factor KT, lo más probable será que nos empuje a liquidar la inversión con pérdidas (el momento en el que el «dolor» se nos hace insoportable), con lo que somos nosotros los que no permitimos que la estrategia pueda converger a su rentabilidad esperada en el medio y largo plazo.
A este auto-sabotaje «por culpa de la volatilidad» me gusta englobarlo dentro de lo que llamo iatrogenia (de la que hablamos aquí). Esto es, las prácticas habituales que los inversores cometemos para hacernos daño a nosotros mismos, y que junto a los costes totales y la distribución de activos en cartera, son los tres factores que más determinan el éxito al invertir.
Señal, ruido …y dolor
Para entender de primera mano el proceso psicológico que lleva a rechazar las inversiones más convenientes para uno mismo, vamos a meternos en la piel de Paco, un inversor típico** que desconoce su factor de asimetría KT.
Paco es un empresario ocupado al 100% en gestionar desde hace años su empresa. Con los problemas del día a día, apenas le queda tiempo de ocuparse de su cartera de inversión en la que está ahorrando para su jubilación desde hace unas dos décadas. Así, cuando llegan los informes mensuales, pasa de ellos y no los lee (aquí es cuando los asesores financieros tradicionales adictos a los precios en tiempo real se llevan las manos a la cabeza…). Para seguir la evolución de sus inversiones, Paco se limita a reunirse con su asesor financiero una vez al año y leer con atención el resumen anual que le envía.
Imaginemos también que Paco está invirtiendo muy bien y su estrategia produce de media solo 1 año perdedor de cada 10, con una rentabilidad media anual del 6% (sabiendo que inevitablemente debido a la volatilidad, unos años estará por encima y otros por debajo de esa media) y volatilidad media del 8%.
Como Paco se expone sólo a un único resultado al año, el impacto emocional de estar expuesto a un resultado al final de cada año coincidirá muy probablemente con una cifra de rentabilidad financiera positiva (sólo 1 año de cada diez son malas noticias), con lo que no se expondrá al «sufrimiento» de ver rentabilidades negativas con mucha frecuencia.
Pero un día Paco se cansa de tanto estrés en su negocio y, viendo lo bien que va su inversión financiera de largo plazo, considera que ya puede «vivir de las rentas» y retirarse habiendo alcanzado la libertad financiera (cuando las rentas de nuestros activos igualan o superan nuestros gastos). Vende entonces la participación que tiene en su empresa e invierte el dinero en la estrategia que tan buenos resultados le está dando desde hace tanto tiempo. Es entonces cuando toma una decisión aparentemente razonable y juiciosa, pero de grandes e inesperadas consecuencias para su ahorro a largo plazo.
Como ahora tiene mucho tiempo libre, va a prestar una especial atención a sus inversiones y «seguir de cerca» su evolución. Siente curiosidad (algo bueno) y piensa llamar más a menudo a su asesor financiero para «comentar cada jugada del mercado» con «el experto». Es decir, Paco va a aumentar la frecuencia de exposición a la inevitable variabilidad de rentabilidades producida por los activos en su cartera.
Transcurre el primer año de seguimiento y la cartera de Paco curiosamente ha rentado ligeramente por encima de la media esperada, obteniendo un 7.3% de rentabilidad anual acumulada. En el camino, ha producido 6 meses negativos y 6 meses positivos con un poco más de volatilidad de la media. Por ejemplo:
Pero si la rentabilidad financiera ha sido del +7.3%, ¿cuál ha sido entonces la “rentabilidad emocional” para Paco este primer año de seguimiento?
Para un inversor racional —que no existe, pues todos los seres humanos nacemos con el cerebro sesgado que nos permitió sobrevivir cientos de miles de años—, ambas deberían coincidir, pues ha superado su objetivo de rentabilidad del 6% anual. Pero la experiencia subjetiva de Paco es ahora muy distinta a sus años de seguimiento anualizado. Mes a mes ha ido acumulando el efecto de la asimetría de Kahneman en su percepción de las rentabilidades que ha ido recibiendo. Es decir, aunque el acumulado neto en rentabilidad financiera a fin de año es positivo, el hecho de que cada mes en negativo le produce un sufrimiento emocional 2.5 veces mayor que los positivos, ha terminado acumulando una ‘rentabilidad emocional’ neta a fin de año de -4.4% (multiplicando 2.5 por cada mes en negativo).
Nos encontramos pues con el resultado paradójico de que aunque la rentabilidad financiera ha sido incluso mayor a la media y la estrategia ha seguido funcionando perfectamente como en años anteriores y según lo esperado, el 7.3% de rentabilidad financiera final no compensa el sufrimiento emocional acumulado por Paco durante el año.
En resumen, cuando Paco se limitaba a seguir la evolución de su cartera anualmente teníamos:
- Rentabilidad anual financiera: +7.3%
- Rentabilidad anual ‘emocional’: +7.3%
Y ahora que consulta su cartera una vez al mes:
- Rentabilidad anual financiera: +7.3%
- Rentabilidad anual ‘emocional’: -4.4% (!)
Las cosas se ponen aún más cuesta arriba para Paco si el resultado financiero a fin de año hubiera quedado por debajo de la media, por ejemplo un +3%. Fácilmente podemos encontrarnos en esos años con rentabilidades ‘emocionales’ acumuladas por debajo del -10%. Son dosis de dolor que ya pocos pueden soportar. Paco, cuando antes sólo veía el resultado al final del año pensaba «bueno, ha sido un año flojo, ya vendrán años mejores». Pero ahora que sigue mes a mes la evolución de las rentabilidades, acumula un dolor tal que difícilmente puede compensar el terminar el año con rentabilidad financiera positiva. La consecuencia inmediata es que Paco empieza a tener dudas de su estrategia de inversión, incluso cumpliendo las expectativas.
Pero vayamos aún más allá en esta montaña rusa emocional. Si en vez de consultar los resultados mensuales Paco decide seguir su cartera día a día, ese mismo año pasaría de tener 6 punzadas de dolor a sufrir 110 punzadas (días de rentabilidad negativa), ¡acumulando una ‘rentabilidad emocional’ neta del -90%! (diferencia entre los días positivos y multiplicar los días negativos por 2.5). Un sufrimiento insoportable para Paco…
- Rentabilidad anual financiera: +7.3%
- Rentabilidad anual ‘emocional’: -90% (!!)
Esta espiral de dolor le lleva a consultar aún con más frecuencia las rentabilidades de sus inversiones. Cuando los mercados caen por la mañana, Paco los revisa con más frecuencia esperando que remonten cada pocos minutos. Paco alcanza así el límite del masoquismo inversor al empezar a utilizar las Apps para smartphones que los brokers ponen a disposición de sus clientes y que permiten consultar en tiempo real su cartera. Apps cuyo lema podría ser: «¡sufra cómodamente y sin límite de dolor desde cualquier lugar!» y con las que Paco aumenta su sufrimiento acumulado órdenes de magnitud si consulta su cartera cada pocos minutos; haciendo prácticamente imposible para nadie soportar tal sufrimiento, por buena que sea la estrategia en el medio y largo plazo.
El proceso de verse expuesto con frecuencia a las rentabilidades dispara artificialmente el factor KT e impulsará a Paco a poner en duda una y otra vez su inversión. Cada vez que atraviese un periodo de pérdidas (algo matemáticamente inevitable en cualquier estrategia con volatilidad) o el último resultado consultado sea negativo, la punzada de dolor le llevará a dudar si la estrategia ha dejado de funcionar, torturándole y empujándole a abandonar, si no hoy, mañana. A la inversa, si el último resultado parcial consultado es positivo, apenas le servirá para aligerar el inmenso dolor acumulado por su exposición previa y continua a la volatilidad.
Es decir, cada resultado parcial será considerando como una importante señal a interpretar, cuando en realidad se trata del ruido típico de la volatilidad en el corto plazo. Los resultados cada vez más parciales y numerosos se vuelven cada vez estadísticamente menos significativos –a más ruido, menos señal–, por lo que se hace imposible sacar conclusiones a partir de los resultados del corto plazo.
Pero eso le da igual a nuestras emociones, porque no entienden de estadística y menos de la diferencia entre ruido y señal. La tortura de estar constantemente expuesto al ruido empujará a Paco –quien paradójicamente decidió retirarse para escapar del estrés y mejorar sus inversiones– a abandonar una estrategia ganadora, traspasando sus ahorros hacia algún producto* sin volatilidad –es decir, sin rentabilidad–, o apuntándose a la estrategia perdedora de invertir en el fondo «de moda» que triunfó el año pasado y del que todos hablan.
Confundir volatilidad con riesgo
¿Qué hay detrás de asociar una descripción estadística –la volatilidad– al riesgo de una inversión? En principio, una hipótesis estadística que parece de sentido común: «Cuanto más se mueva algo en el tiempo, más difícil será estimar dónde puede terminar el viaje».
Pero esta hipótesis, que equipara riesgo a volatilidad, sería cierta sólo cuando los procesos subyacentes que producen esa variabilidad en el tiempo responden a un «azar domesticado» y son todos fundamentalmente similares y con el mismo origen. Es decir, siguen una distribución de probabilidades conocida de una variable aleatoria, sin ningún otro condicionante implícito.
Sin embargo, hay muchos casos en los que aceptar esta hipótesis es un error. Por ejemplo, volviendo al deporte de Agassi, ¿qué información nos da los primeros puntos de un partido de tenis jugado entre dos tenistas muy separados en el ranking ATP?
Cualquier aficionado sabe que los primeros juegos suelen ser impredecibles. Es decir, la gran dispersión de puntos iniciales para nada es indicativa del resultado final del partido, habitualmente muy sesgado estadísticamente hacia el jugador mejor posicionado en el ranking.
Si hiciéramos una descripción financiera del riesgo de apostar por uno u otro jugador en base sólo a la dispersión de los resultados iniciales (volatilidad), estaríamos cometiendo el gran error de dejar fuera de nuestra descripción del riesgo otros factores determinantes que dominan la dinámica interna del proceso y sólo aparecen explícitamente en los resultados a más largo plazo, al hacerse dominantes. Es decir, dichos procesos subyacentes son «invisibles» en el corto plazo por confundirse con el ruido de la variabilidad, pero emergen y se hacen visibles a medida que transcurre el tiempo.
En otras palabras, existen procesos de inversión cuya dinámica interna produce una gran variabilidad en el camino recorrido, pero que con el tiempo convergen con una alta probabilidad hacia un resultado razonablemente bien acotado (por ejemplo, invertir a largo plazo en una cartera diversificada en varias clases de activos y construida con índices similar a las propuesta por el Talmud o las carteras permanentes). Como nuestro cerebro está irremediablemente construido para «sufrir más» las pérdidas que las ganancias, de manera natural tenderemos a alejarnos de aquellas estrategias o procesos de mayor volatilidad, decantándonos por aquellas de menor —o incluso sin— volatilidad, y por lo tanto de menor rentabilidad en el medio y largo plazo.
En resumen, la industria ha equiparado el concepto de volatilidad al de contabilidad emocional. A más volatilidad, más se acumulan emociones negativas en el cliente (asimetría de K-T), por lo que más arriesgado le parece al cliente. Se tiende entonces a ignorar los procesos que producen esa rentabilidad y si son o no realmente arriesgados, para centrarse sólo en el efecto emocional que tiene la dispersión de rentabilidades a lo largo del tiempo.
¿Qué hacer?: Ojos que no ven, corazón que no siente
A Marc Faber le gusta recordar que si un inversor no quiere riesgos, mejor que no se levante de la cama por la mañana.
Efectivamente el inversor sobrio sabe que para conseguir rentabilidad tiene que asumir un (prudente) riesgo. Pero también es consciente de lo pernicioso que es exponerse emocionalmente a la variabilidad de las rentabilidades que acabamos de ilustrar y al resto de sesgos psicológicos inevitables a la hora de invertir.
Un camino difícil para minimizar este sesgo que nos afecta a todos es el de intentar domesticar nuestras propias emociones. Difícil camino –del que tampoco nos libramos los profesionales de la gestión– porque se trata de ir contra nuestra propia naturaleza, contra la forma de funcionar de nuestro “hardware” cerebral y hacia donde nos empuja constantemente la industria: a estar conectados y expuestos en tiempo real a todas las fluctuaciones y noticias sobre los mercados.
Un camino fácil, perezoso y poco rentable para evitar éste sufrimiento es el que eligen la mayoría de inversores adversos al riesgo como Paco: se abstienen de invertir o lo hacen en productos sin volatilidad (un ejemplo reciente aquí), renunciando a obtener en el largo plazo rentabilidad para sus ahorros.
Quisiera proponer una tercera vía –quizá polémica y poco ortodoxa, pero creo que razonable– para el inversor sobrio: Disminuir la frecuencia con la que nos exponemos a los resultados.
Si el 95% del tiempo el mercado está por debajo de sus máximos y poco más de la mitad de los días (52%) cierra en positivo; ¿qué sentido tiene para un inversor de largo plazo seguir el mercado a diario? Como hemos comentado, sólo se garantiza acumular sufrimiento y la tentación de estropear por ello su estrategia de inversión a largo plazo.
Pero cualquier inversor puede elegir libremente bajar la frecuencia de exposición a la variabilidad de rentabilidades a lo largo del tiempo. Es algo difícil de conseguir en la práctica (la tentación de «mirar cómo va» es muy fuerte), pero de este modo evitamos acumular en nuestra mochila emocional el inevitable sufrimiento producido por la observación del ruido.
Por supuesto, por disminuir la frecuencia de seguimiento no me refiero a desentenderse de nuestras propias inversiones. Se trata de que una vez hechos los deberes***, confiar en la estrategia y/o gestor en que estamos invirtiendo lo suficiente como para no necesitar más que una revisión anual o como mucho semi-anual.
Con los deberes bien hechos, ya no será necesario –ni aporta valor– el seguir la evolución de nuestra inversión más allá de una o dos veces al año. Podremos así escapar del pernicioso efecto acumulativo de estar expuestos al ruido e irnos tranquilamente a pescar.
Nuestro ahorro lo agradecerá, y nuestro corazón también.
* Apunte cultural: Curiosamente, el factor KT es bastante uniforme entre grupos de población similares con una misma cultura (ver un estudio actualizado en la revista Nature aquí). Por ejemplo, en países donde la toma de riesgo es percibida como algo intrínsecamente malo y a evitar –como en España–, el factor KT de asimetría se dispara. Como predica el buen márketing, esta asimetría afecta tanto al cliente, que ha terminado por condicionar a toda nuestra industria de la inversión. Así, frente a la posibilidad de sufrir una pérdida, por ligera y temporal que sea, el inversor español típico optará por la opción que le garantice la ausencia de pérdida en todo momento, aún a costa de sacrificar potenciales y probables beneficios en el medio y largo plazo.
Como consecuencia de esto, los productos estrella de la industria del ahorro en España son los productos sin o casi sin volatilidad; como Depósitos, Fondos Garantizados y Fondos Monetarios de renta fija a corto plazo. Como es lógico, estos tres productos son precisamente los menos rentables en el largo plazo para el inversor, ofreciendo en época de bajos tipos de interés rentabilidades cercanas al 0% anual.
En otras palabras, la asimetría KT que sufren todos los inversores ha llevado a la mayoría de ahorradores españoles a alejarles de las alternativas de inversión más rentables a medio y largo plazo para su dinero, concentrando sus ahorros en productos sin rentabilidad que sólo producen beneficios a las empresas y bancos que los producen, distribuyen y venden.
** Este ejemplo está tomado del capítulo 3 del libro de Nassim Taleb «Fooled by randomness».
*** ¿Cuáles son esos deberes previos imprescindibles para poder bajar nuestra frecuencia de exposición a la volatilidad con tranquilidad? Fundamentalmente cuatro:
- Comprender y confiar en la estrategia de inversión lo suficiente como para no necesitar consultar su evolución cada vez que una noticia nueva aparece en los medios. (Obviamente esto descarta como potencial estrategia de inversión para el inversor sobrio las apuestas de tipo especulativo; como apostar contra o a favor de que un suceso se vaya a producir o no).
- Asegurarse de no estar invirtiendo en ningún tipo de estafa. Además de considerar si el objetivo de rentabilidad es sensato, la opción más segura es invertir a través de nuestro propio managed account, manteniendo así el control total de nuestra inversión y limitando la del gestor. Otra opción es si la estrategia se puede implementar invirtiendo en vehículos UCITS, pues los reguladores del mercado ya se encargan de que no pueda haber ningún tipo de fraude en los productos contratados.
- Controlar y limitar todas las comisiones directas e indirectas que estamos pagando, evitando las capas de comisiones anidadas que aún ofrecen algunas entidades y asesores, y que acaban consumiendo la rentabilidad de la estrategia. Recordar, por ejemplo, que una diferencia en costes totales del 2% anual supone en 25 años renunciar al 40% de la rentabilidad esperada.
- Conocer y planificar con antelación el impacto fiscal de nuestra inversión según nuestra situación particular.
Esto implica que no será necesario que nuestro asesor nos llame todos los meses para contarnos, como si fuera un comentarista deportivo, “cómo va el partido” y exponernos inútil y peligrosamente al ruido de la volatilidad. Al contrario, sólo nos llamará cuando circunstancias extraordinarias que pongan en peligro la estrategia elegida así lo requieran, dejándonos en paz y ahorrándonos un sufrimiento innecesario. Hay que recordar que la rentabilidad o riesgo de una estrategia no cambian ni mejoran porque nuestro asesor hable más o menos veces al año con nosotros.
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Si, están muy bien estos consejos de no obsesionarse con mirar los resultados constantamente. . .pero si una persona no es un millonario que se puede permitir «casi» todo. . .este consejo no se puede tomar como una decisión del «avestruz», que si no mira, no ve.
Si un inversor ha podido ahorrar una cantidad de dinero mínima, que es todo su Capital, que teoricamente no va a necesitar a corto plazo. . ¿ cuando va a ver resultados positivos ?. .¿cuando le llegue la muerte tal vez ?????. Resumiendo, gran consejo, pero complicado de aplicar en crisis económicas, grandes pérdidas del capital invertido que llevamos 3 años entre Covid, Ucrania, Inflación, etc. Bueno, esperaremos 2-3 años mas para ver si al final ese Capital crece como uno esperaba cuando lo invirtió.